El debate, la discusión y el intercambio acerca de “la adopción por parejas homosexuales” se inserta en algunos ambientes psicoanalíticos con un entusiasmo escolástico que lo torna venerable.
La alternativa había sido iniciada, según la estrategia de las organizaciones formadas por gays, lesbianas y transgéneros, varios años antes y había avanzado exitosamente con la edición del libro La adopción: la caida del prejuicio1 donde se recopilan ensayos y artículos de diversos autores.
Estas comunidades, expertas en luchas políticas sabían que el tema exigiría plazos temporales muy largos para impregnar el pensamiento comunitario con sus preocupaciones y derechos. Las uniones civiles abrieron el camino de la legalidad ciudadana y fue posible agitar el ambiente como paso fundamental para que “la gente hablara”. Entonces aparecieron fotos de parejas gays acompañados por amigos y simpatizantes que les arrojaban arroz y flores simbolizando el casamiento ilustrado por los medios. Las primeras parejas ejercitaron una paciencia y un buen humor que más allá de sus vínculos amorosos daba cuenta de la seriedad de lo que venían preparando. Era preciso referirse a las familias formadas por parejas gay y eludir las caricaturas y atropellos con que la teve respondía a estas legalizaciones. La burla que colocaba al homosexual como un comodín en los diversos programas continuó con su burlesque pero la gente empezó a pensar en otras cosas, a opinar, ya no acerca de la homosexualidad como había aprendido en su casa y como pretendían mostrar los medios sino como una inserción social y psicológica que merecía una discusión política. No obstante no amainaban los murmullos, las voces escandalizadas y los pregoneros del fin del mundo.
La demanda por las identificaciones. Los conductores de programas de televisión y de radio nos llamaban a quienes con frecuencia opinamos de determinados temas psicológicos y nos avanzaban con preguntas, una de las cuales era un clásico aprendido quizá en alguna fotocopia mal impresa de Laplanche y Pontalis: “Si a usted le parece normal que los homosexuales adopten niños (yo seguramente no había mencionado la palabra normal),… entonces ¿qué va a suceder con las identificaciones hombre, mujer que se aprenden del padre y de la madre?”
Era un clásico. Entonces, o era necesario preguntar: “Por favor, ¿qué entiende usted por identificación?”, o bien salir por peteneras y contestar que los chicos precisan figuras tutelares y protectoras, capaces de instituirse como una autoridad aseguradora, sin necesidad de preguntarse si esa persona era hombre o mujer. Además, “los homosexuales son hijos de heterosexuales”. Actualmente esa respuesta perdió eficacia porque los conductores de programas la conocen.
Las identificaciones constituye el lema y la “idea fuerza” además del caballo de batalla2 de los que se pretenden argumentos opuestos a la adopción de niños por parejas lésbicas o gay. Es habitual que se confundan los procesos identificatorios con una idea reduccionista acerca de las identificaciones que se traduce como: “el niño se identifica con alguien y entonces se convierte en ese alguien”. O bien, otra simplificación producto del desconocimiento de dichos procesos: “El niño no puede identificarse con un hombre o con una mujer porque los roles no están claros, entonces se le producirán problemas psicológicos”.
Este proceso del pensar identificatorio constituye un modo operativo que instrumenta el yo en formación, para reconocer y apropiarse de sensaciones y estímulos internos (de su propio cuerpo) que prefiguran un modelo sensible y sensorial en un mundo sensible.
Importa tener en cuenta que estamos ante un proceso de pensamiento de aparición temprana, complejo en su elementariedad, que es anterior a cualquier forma de sexuación, y que remite al ser, al existir de la criatura y a la conciencia de dicho existir.
La diferenciación sexuada adquiere eficacia entre los dos años y medio a los cinco años, etapa en la cual el niño ingresa con soportes psíquicos previos, entre ellos, los correspondientes a las identificaciones primarias. Durante ese periodo temprano, inicial, los contactos piel a piel (Bick3), el registro del rostro (de sus expresiones) de quien lo acompaña (Bowlby4, Spitz5), así como las experiencias de apego (Fonagy6) también constituyen experiencias de ser y como tales se instalan en calidad de vínculos tempranos, anteriores a los procesos de sexuación. O sea, el tema del existir que es anterior a los procesos de sexuación (Maldavsky7) está íntima y profundamente enlazado con la capacidad de ternura de la cual dispongan quienes atiendan al bebe/niño pequeño. Debido a ello, Freud afirmó: la identificación primaria es “la forma más temprana y primitiva del enlace afectivo”.
Este niño recurrirá a su evocación de las expresiones faciales, de las temperaturas de los cuerpos con los que estuvo en contacto, de las sensaciones cutáneas y del equilibrio que experimentó durante las primeras experiencias de su primer año de vida, y que paulatinamente contribuirán para que se formule a sí mismo interrogantes, los cuales, sin que le resulte posible verbalizarlos encierran el sentido de preguntarse: ¿cómo estoy? O bien “si está”, es decir, si existe. Freud (1921) describió la identificación primaria como una relación de sujeto, en la que se establece el vínculo de ser y de existir.
Lacan describió otro tipo de identificaciones a partir del año y medio de vida mediante el estadio del espejo, en el cual, al verse de cuerpo entero en un espejo mediante su imagen especular el niño adquiere registro de su motricidad y de su cuerpo.
Alrededor de los dos años y medio se advierte un interés asociado con los sexos asimilados a hombre-mujer dada que el entorno habitual ofrece dicha alternativa. La pregunta interior del niño se asociaría al ser sexuado: en este punto cabe tener en cuenta que cada quien configura su realidad, la compagina, la arma ya que no es la realidad externa –tal como se la puede ver– la que organiza el registro personal de los sexos, sino que tal organización proviene de los procesos psíquicos de cada sujeto.
Es ingenuo suponer que todos y todas vemos y entendemos lo mismo frente a los hechos de la realidad externa. Existe un re-trabajo psíquico, una remodulación de lo proveniente del mundo externo, que se capta según las condiciones de organización del psiquismo de cada quien, y no la absoluta aceptación (incorporación y/o introyección) de lo que proviene del exterior
Si recordamos que la identificación es un proceso de pensamiento, ello significa que no se incorporan los estímulos provenientes del exterior tal como se presentan, sino mediante progresivas transformaciones. La realidad no se incorpora tal como se muestra sino en relación con el deseo del adulto que representa y personaliza esa realidad, acoplado a la tramitación personal de cada niño. Esta afirmación no significa desdeñar los efectos de los estímulos exteriores, pero si matizarlos y configurarlos en relación con quien el otro –el adulto– sea en sus deseos y no solamente en sus discursos. Si las niñas evidencian su “naturaleza femenina” desde pequeñas, es posible inferir que ése es el deseo materno y el paterno, lo mismo que sucede con los niños (Maldavsky8). Es decir, es el deseo no conciente de las figuras tutelares, el que regula junto con los procesos del psiquismo infantil, las identificaciones que en la niñez comienzan a constituirse.
La cuestión es el cambio en el mundo. Algunos psicoanalistas tenían pacientes homosexuales, escribían ensayos, se presentaban en congresos, pero, la estrategia de las comunidades homosexuales, era esperar el momento político para avanzar en el tema de la adopción. Comenzó a dar resultados y a enseñarnos cómo en oportunidades una puede ser parte de un importante cambio social sin darse cuenta, porque naturalizó la discusión de lo prohibido.
La disputa era la última etapa de la enseñanza escolástica donde se finalizaba de analizar las exposiciones que provenían de criterios diferentes gestándose de ese modo la cuestión (quaestio). Y justamente como las cuestiones eran debatidas en público desde posiciones diversas, se originó el género independiente de la disputa (quaestio disputata a partir del siglo XIII). En este punto estamos, es decir, en algo más que la disputa en sí, que remite exclusivamente a la discusión. Lo que ahora tenemos es una “cuestión”.
Preguntarse por la adopción de criaturas a cargo de personas homosexuales seguramente proveerá de distintos argumentos a favor y en contra. Es la cuestión.
Que los jueces de nuestro país sentencien en favor de una adopción de esta índole, como aceptación general y no excepcional, no es esperable y que la Cámara de Senadores corrobore la votación de Diputados es un tema político. Dos situaciones distantes del crecimiento de un niño en una familia formada por personas del mismo sexo.
Desde esta perspectiva se podrá escribir extensamente. Cuando Lacan en “Le mythe individuel du névrosé”10 muestra cómo al lado del mito edípico, el mito familiar –del modo en que es entendido por el sujeto– estructura su personalidad y decide su destino, ese mito se remonta a la prehistoria de la unión de sus padres y a aquello que tiene de específico.
En estos niños, la pregunta que se formulan ¿quién soy yo? por ser hijos de dos personas que no me engendraron (hablo de las personas gays), no es ajena a la escena fantasmática original suscitada en la prehistoria entre quienes lo criaron, cuando lo asumieron como padres. Y esa fantasmática podemos suponer que se desplaza en la fantasmática del niño y se podrá inscribir en alguna índole de síntoma vinculable con un origen familiar-adoptivo-que no es su origen, donde inicialmente estuvieron un hombre y una mujer.
Elaboraciones de esta índole podremos incluir por centenares en el análisis de la adopción por personas homosexuales.
Pero suponemos que a los chicos no les importa demasiado aquello que le cuentan referido a su origen y en este caso su adopción (no les interesa lo que les cuentan pero si lo que sucedió según su construcción mental, aquello que les resulta más interesante para su economía psíquica). No nos consta que los chicos repitan en su fantasmática del mito familiar según les ha sido descripto, pero sí podemos pensar –y se lo encuentra en los adolescentes adoptados–, que han construido aquello que los franceses llaman su “roman original”. Que se distingue del mito familiar y se afirma, se recrea en su originalidad.
Este acontecimiento es posible cercarlo, rodearlo y reconocerlo particularmente en quienes fueron criados por familias gay, por lo menos en mi práctica, durante treinta años de seguimiento de dos familias cuyos hijos son dos adultos actualmente.
La aparición de una valorización narcisista por provenir de algo “raro” que les resultó complejo digerir a veces, entender y aceptar al mismo tiempo que se ensayaban identificaciones con masculinidades y femineidades como momentos necesarios hasta fines de la adolescencia (por sugerir un momento etario que no es exacto). Valorización narcisista que al mismo tiempo podía asociarse con una aproximación defensiva en términos de economía libidinal.
Elaboraciones de esta índole podrían sumarse durante el seguimiento y la observación de algunos niños criados por personas homosexuales.
¿Y los riesgos? Pero lo que está en juego, y configura una cuestión política, reside en cuestionar si el derecho a disponer de las mismas prerrogativas y alternativas de los heterosexuales, también incluye la adopción. Dado que cuando se introduce la terceridad que el niño significa surge la pregunta por el riesgo que para los niños esa adopción podría suscitar.
Despues de leer a Luhmann11 y a varios de sus acompañantes teóricos, una empieza a darse cuenta de que este asunto del riesgo es tan complejo que sería prudente pensar en el futuro de estos niños eludiendo esa ideación referida a los riesgos que ser hijos de personas homosexuales podría implicar. Porque si contrastamos con los riesgos que arrastra ser hijo o hija de heterosexuales… caeríamos en una trampa metodológica.
Pensar en términos de adopción según este modelo marca una diferencia conceptual en la apreciación de lo que pueda precisar un niño en tanto ser deseado como hijo.
La crianza y educación realizada por gays y lesbianas constituye una forma de organización familiar que deberá reponder, prioritariamente, al “interés superior del niño” en tanto y cuanto, para todos los niños propiciamos un mundo en el que las características de la orientación sexual no impliquen exclusiones.