“Si no existe el Día del Orgullo Hetero, ¿por qué tiene que existir el Día del Orgullo Gay?” Entre las argumentaciones que manejan quienes se oponen a esta última celebración, ésta es una de las más manidas. La respuesta lógica –e igualmente habitual– es que no existe un día especifico dedicado a que los heterosexuales celebren el hecho de serlo por la sencilla razón de que, en nuestra sociedad, todos y cada uno de los días del año son el Día del Orgullo Hetero. Lo cual es cierto, sólo que no queda ahí la cosa: lo peor es que a menudo parece que todos los días sean, además, el Día del Orgullo Homófobo.
Basta con leer las noticias que ha publicado esta misma web desde la celebración del Orgullo LGTB 2009 para encontrar manifestaciones continuas de orgullo homófobo procedentes de cualquier rincón del planeta. De todas ellas, quizá las más inquietantes sean las que vienen de la India, donde todas las grandes religiones –incluida la Iglesia Católica– se muestran dispuestas a presionar al poder civil para evitar que la homosexualidad sea despenalizada. Es decir, pretenden seguir utilizando el poder coercitivo del Estado, a través de la ley, para imponer al conjunto de la población de aquel país su moral. Una moral basada en la mentira: porque a principios del siglo XXI, empeñarse aún, como lo hacen, en presentar la orientación sexual como algo que el sujeto puede cambiar a voluntad –o mediante supuestos “métodos terapéuticos”– es, simplemente, mentir con descaro. Y precisamente porque su discurso se basa en eso, en la mentira, es por lo que necesitan imponerlo por la fuerza, a través de las leyes… y a costa del sufrimiento de millones de personas.
La mentira es también la materia prima con la que construye su discurso sobre la homosexualidad Christian Vanneste, un diputado del partido que actualmente domina la política francesa. No sólo afirma que “Una persona responsable puede corregir esa tendencia” (lo que permitiría, además, descalificar como irresponsable a todo aquel que no quiera, o no pueda, heterosexualizarse), sino que predica, contra toda lógica y evidencia, que “la homosexualidad (…) persigue la destrucción de las relaciones familiares heterosexuales.” Y sigue: “A esto también contribuye el narcisismo propio de la homosexualidad, que se cierra al otro. Es el rechazo del otro.” No creo que cueste demasiado darse cuenta de que, en realidad, quien “se cierra al otro” no son las personas homosexuales, sino precisamente quienes, como Vanneste, utilizan semejantes falacias para justificar que aquéllas sean objeto de discriminación, de exclusión.
La falsedad del discurso de Vanneste queda particularmente en evidencia –y hasta en ridículo– cuando éste afirma que en la sociedad occidental de nuestro tiempo, ante la presión de las minorías, “todo lo que está arriba debe ser rebajado y humillado, y todo lo que estaba abajo debe situarse por encima… Es algo completamente idiota, hemos convertido el antirracismo en una manifestación racista. Y lo mismo sucede con los homosexuales. ¿Eres heterosexual? ¡Qué vulgaridad!”. Por supuesto: no cabe duda de que hoy son los heterosexuales, y no los gais y lesbianas, quienes se sienten constantemente objeto de humillación y desprecio… en esa realidad alternativa en la que aparentemente cree vivir el diputado francés, claro. En sus propias palabras, “es algo completamente idiota”.
“¿Pero toda esta gente por qué nos odia? ¿Qué tienen las religiones que, en su inmensa mayoría, persiguen exterminarnos? No entiendo cómo se pueden poner todas de acuerdo en esto.” Estas preguntas se hacía zarevitz, comentarista habitual de dosmanzanas, al pie de la noticia sobre la India que mencionaba antes. En el caso de las grandes religiones monoteístas, creo que la respuesta es que, para empezar, nos odian por tradición. Y es que la homofobia del judaísmo (producto probablemente de unas circunstancias en que la natalidad del pueblo judío era insuficiente para garantizar su supervivencia) fue heredada por las dos religiones que derivaron de éste, el cristianismo (que extendió la homofobia más virulenta por un Occidente antes mucho más abierto a la homosexualidad, o al menos a determinadas formas de ésta) y el islam.
Hoy existen en estas tres religiones individuos y grupos reformistas que aseguran que la plena aceptación de la homosexualidad no entra en contradicción con los respectivos textos sagrados, pero la masa de los creyentes les vuelve aún la espalda (a pesar de algunos progresos notables en el judaísmo y en ciertas iglesias cristianas no muy grandes). No puede sorprender demasiado que los creyentes en verdades absolutas supuestamente reveladas hace siglos o milenios sean reacios a replantearse las cosas, a volver a examinar, a la luz de la razón y del conocimiento actual, aquello que ellos estaban seguros de saber “desde siempre”; una vez iniciado dicho examen, ¿quién pondrá límites a la crítica racional? ¿Quién les garantiza que podrán seguir aferrándose a sus viejas certezas, a su visión heredada del mundo?
No creo, con todo, que sean sólo esa inercia y esa resistencia al cambio características de las religiones lo que explique la virulenta homofobia que demuestran éstas, o la versión superficialmente laicizada de la misma, al estilo Vanneste, que encontramos a veces en Occidente. En mi opinión, hay otro factor importante: la homofobia es también una arma en la lucha por el poder. Vanneste lo deja muy claro: “Sarkozy ganó las elecciones con ese discurso. Es el mensaje de la izquierda el que no es popular. Estamos convencidos de que la mayoría silenciosa, el pueblo, piensa de esa manera.” Es cierto que, precisamente gracias a la tarea que las religiones han llevado a cabo durante siglos, la homofobia es aún muy popular. Lo saben los líderes religiosos que han visto cómo, desde la época de las revoluciones liberales, sus organizaciones no han dejado de perder poder, y aspiran a recuperarlo. Y lo saben los políticos, no pocos de los cuales están dispuestos a hacer de la homofobia su caballo de batalla. Y todavía hay quien asegura que hoy en día los LGTB lo tenemos todo hecho, que ya no nos hace ninguna falta el Orgullo, ni los colectivos, ni la reivindicación…